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Éramos la generación de la vergüenza

Hace unos meses, mis padres en lastimoso quejido me dijeron: "¿Qué harás cuando estemos muertos, no sabes ni prender la lavadora?" El carácter de inútil invariablemente me ha perseguido desde que abrí los ojos por vez primera.

Y ¿qué esperaba? Son de una generación de chinga obligada, aprendieron a podrirse en una oficina para esperar la patada de la jubilación y la remuneración que tres veces pagaron. Yo no gozaré de esos privilegios. Para no ser una lapa, conseguí tres trabajos, a penas llegué a ganar un poco más de tres mil pesos al mes. Y yo no soy el único ejemplo. La mayoría de mis amigos tienen empleos informales para los que no estudiaron, si se enferman, tendrán que darse de santos porque pudieron pagar los medicamentos del Dr. Simi.

Pocos son los afortunados que han empezado a trabajar en una oficina gubernamental en la que si bien te explotan, te compran con un cómodo crédito hipotecario y la promesa de que el primogénito nacerá en una amplia y acondicionada clínica de interés social. Al menos el futuro próximo se ve esperanzador.

***
Los milennials fuimos la generación del "cutting" y del "emo", expresábamos nuestro desasosiego en formas de autodegración que implicaban una párvula depresión. Ahora, ya moyorcitos, seguimos cargando las heridas de la juventud que se volvió en un abrir y cerrar de ojos en adultez, digo, lo que sea que signifique la palabra. Cargamos con la depresión y el miedo del mundo, los avances tecnológicos y las lógicas de consumo. ¿En qué momento nos volvimos autómatas?

Portamos en el cuerpo perforaciones y tatuajes, hablamos de poesía, de cambios sociales y de futuras riquezas. Trazamos nuestra colindancia en cafés, bares y comida vegana. Tenemos hijos o decidimos todavía no tenerlos. Creemos en el arte y el "free lance". Ahorramos para comprar productos de Star Wars o para ir a los remakes de las películas de la infancia. Tenemos playeras de Dragon Ball o Hello Kitty. Somos internacionales, el nacionalismo pasó de moda. Somos indiferentes. Y a los demás les somos indiferentes.

Pero hubo un sismo en la CDMX. Uno grande de 7.1. Se halló el silencio. Las playeras de animé se cubrieron de polvo. Las cafeterías de moda sintieron la ausencia. Los marginales, los margindos, los afectados y los privilegiados trabajan como un solo brazo. Papá y mamá no estaban para cuidarnos. Gastamos la quincena en apoyo. Reintegramos a nuestra pluralidad el nacionalismo. Resignificamos a las "redes sociales". Volvimos a nacer en un llanto amargo, doloroso y callado.
"Nadie experimenta en cabeza ajena". No sentimos el dolor del 85, no presenciamos en carne propia la devastación que sufrieron Chiapas y Oaxaca, la angustia, nos dieron en la glándula vital: Nuestra ciudad, la ciudad de los museos, la ciudad del Metrobús, la ciudad iluminada.

Y sobró la ayuda. ¿Dónde quedó nuestra apatía?

En un impulso convulso brotaron mis lágrimas. Recordar las Nochebuenas que compré el año pasado en Xochimilco y mis constantes paseos por el famoso "Centro" de la ciudad de México es una puñalada bajada al estrés acaecido después del temblor. Imaginar es un acto suicida. "Que no llueva", "que haya más sobrevivientes", "que no se roben la ayuda"....

***
Cierro los ojos y escucho las diferentes alarmas. Recuerdo los rostros de terror y esperanza. Pienso en los niños, en los hijos de los otros, quienes son mis hijos también.

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La generación de la alienación y de la posmodernidad demuestra entereza y memoria. ¿Es justo que vuelva a postrarse en un trabajo mal remunerado, en una oportunidad inexistente, en una beca delgada?
¿Merecemos seguir cargando en nuestras espaldas los escombros no materiales?




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